jueves, 22 de enero de 2009

1990


Tuvo mucho de mágico aquel año, hasta en la zozobra de los apocalípticos que auguraban que a la humanidad le quedaba exactamente una década de vida. Y dado que 19 años después estoy escribiendo desde acá y no desde las flamígeras estancias del Seol, no me cabe la menor duda de que tales predicciones no eran más que partos helados de mentes imbéciles. Incluso en 1990 la magia se dio gusto recorriendo cada rincón del planeta en aquella hermosa canción, para mi gusto el mejor himno de un Mundial de fútbol, “Un’estate italiana” (Un verano italiano), interpretada por Gianna Nannini y Edoardo Bennato: notti magiche/ inseguendo un goal/ sotto il cielo/di un’estate italiana//e negli occhi tuoi/ voglia di vincere/un’estate/un’avventura in più (noches mágicas/persiguiendo un gol/bajo el cielo/de un verano italiano//y en tus ojos hay/ganas de triunfar/un verano/una aventura más.). Por cierto, en el mp3 de mi hijo Diego (uno que le regaló su abuela materna en una Navidad), he metido esa canción, y a él le encanta al punto de conocer buena parte de la letra en italiano.
   Yo tenía trece años, cursaba el octavo grado en la escuela “Abel de Jesús Alas”, de San Francisco Lempa, y me esforzaba por memorizar los nombres de los jugadores de los equipos más grandes de ese torneo. En la selección anfitriona, por ejemplo, brillaban Costacurta, Albertini, Baressi, Maldini (¡aún activo en el fútbol!), Donadonni, Zenga, Pagliuca, Benarrivo, Aldo Serena (terrible cabeceador), “el Divino” Baggio, Bergomi, Berti, Massaro… Pero ahora no viene al caso esforzarme por recordar tantos nombres, y además mi memoria ya no responde igual.
Por aquel año también sonaba “Blame it on the Rain”, (Milli Vanilli, los de la farsa), “Cara de niño” (Jerry Rivera), “Eternal Flame” (The Bangles), “El baile del sapito” (Sa-sa-sapo, de Bongo). “Eternal Flame” fue mi tema de amor.
   Bessy era delgada, blanca, pelo castaño, ojos miel y usaba lentes de carey. Le gustaban los sombreros a lo Debbie Gibson y las faldas amplias. Tenía once años cuando llegó a vivir con su tía. Muchos de mi camada se ilusionaron con hacerla su novia, tal vez la primera, incluido Carlos, el mejor amigo de mi infancia, de quien ya he hablado en el poema “Me cayó mal el Mazinger-Z II”. Estaba a punto de alcanzarla cuando yo lo rebasé. Nunca imaginé cuántos dolores me causaría semejante deslealtad con mi amigo. Pero yo estaba de lo más feliz y arrogante: era una niña sencilla, muy tierna e inocente, y yo era también una inocentada de cabello indefinido y clavículas prominentes. Nos sentábamos por la noche en un banco de madera en el corredor de su casa, le ayudaba con sus tareas y nos besábamos como podíamos besar entonces, siempre avispados y pendientes de que su tía no estuviera espiando.
   Un día en que la selección de fútbol de la escuela jugaba un partido con la del pueblo vecino la encontré (no precisamente por casualidad) meciéndose bajo la sombra de un frondoso chupamiel en flor, y sus amigas se fueron despidiendo una a una como si hubieran ensayado en caso de que llegara el momento de dejarnos solos. Ya entendían eso de “no hacer clavo”.
   Entre juegos y miradas, se fue pasando el tiempo. El árbitro pitó el final del partido y de pronto nos vimos completamente solos en el campo. Ya dije que también yo era inocente (lo soy de nacimiento, como consta en mi documento de identidad) y buena persona (eso no lo dije pero lo agrego para mi descargo). No hicimos más que hablar y besarnos, besarnos y hablar, besarnos y ensayar; pero en el pueblo se corrió la bola de que yo le había dado “de probar” (en palabras de la propia tía, a quien no le hacía mucha gracia). No sé cómo nos dimos cuenta de que ya era tiempo de volver al pueblo (el campo de fútbol quedaba a la salida y a las márgenes del Suchitlán) y decidimos que aquello era suficiente por ese día. Ella regresó por la calle y yo me fui río arriba para evitar que nos vieran juntos, sin sospechar que en el pueblo nos esperaba un escándalo con todas sus mayúsculas. “La regaste”, fue lo primero que me dijo su prima cuando me la encontré más tarde. “Se la van a llevar de regreso a San Salvador”. Eso fue una cuchillada profunda.
   Mamá me sirvió el almuerzo (unos frijoles con pescado) y me preguntó dónde había estado. “Donde Rafael, viendo el partido”, le dije. Y no se habló más del asunto durante el resto de la tarde. Mamá ya sabía todo, con puntos, comas, apéndices y anexos inventados por la “consternada” tiíta. Me fui a la biblioteca de la Casa de la Cultura a hacer una tarea, aunque más bien mi deseo era ver a Bessy y saber cómo estaba y si era cierto lo de la amenaza del “exilio” a San Salvador. Pero no pude verla y regresé casi de noche y muy abatido a casa, sobre todo después de advertir con qué ojos burlones miraban las viejas chismorreicas al hijo de la niña Adriana, el inteligente, el aplicado, el célebre ganador de los concursos de ortografía, el eterno primer lugar de su grado, ex aspirante a testigo de Jehová, el que cantaba en todos los actos de la escuela desde que era un párvulo, el menor de los ocho hijos de don Manuel.
   Mamá me sirvió la cena (pescado con frijoles, noten cómo no era lo mismo del almuerzo) y se sentó a la mesa conmigo frente al canasto de las tortillas y el candil. “¡Ve qué bonito lo que andás haciendo vos! ¿Vos creés que no me da vergüenza que la gente me ande preguntando babosadas en la calle? Yo creía que eras el más inteligente de la familia.” Yo seguía comiendo más por tener la boca llena de bocados y no de palabras, porque mamá nunca me había hablado así y yo no era capaz de refutarle nada en esas condiciones. “Solo una cosa te voy a decir” (eso dicen las mamás cuando ya han regañado mucho y uno no sabe qué responder): quiero ver que bajés en la escuela, y no se diga que aplacés el grado. Ya vas a ver”.
   Al día siguiente, un sábado amargo, iba a la biblioteca a terminar mis deberes cuando vi que acomodaban maletas en un pick up: era Bessy. Llevaba el sombrerito negro y le caían en la espalda dos trenzas castañas recién hechas. No tuve el valor de acercarme y solo le dije adiós con los ojos hinchados y con una mano demasiado débil para sostener una carta que le había escrito, que devolví a mi bolsillo.
   Regresó para las fiestas patronales, en octubre. Los Faraones de Cecilia Regalado tocaban “Que nadie sepa mi sufrir” versión cumbia. Yo aún no entraba a los bailes, para eso no alcanzaba la plata, pero me quedaba prendido de la malla ciclón. Ella entró y me pareció verla más grande y más mujer, de la mano de un primo mucho mayor que ella. Y allí me dolió todo. Después de esa noche, durante los tres o cuatro días más que estuvo por el pueblo traté de evitar encontrarme con ella. Unas horas antes de que volviera a San Salvador, recibí una carta en la que me decía que aún me amaba pero que mi actitud esquiva y mi silencio le decían que lo mejor era olvidarse de mí. También me devolvió la foto que le había dado, pues sabía que yo me había deshecho de la suya. El marido de su tía se la había devuelto diciéndole que la había encontrado tirada cerca de la casa y que me había visto cuando me alejé furtivamente. Lo cierto es que fue él mismo quien me la pidió advirtiéndome que si no se la daba la mamá de ella había amenazado con ir a la casa a quitármela con trifulca incluida.
   Seis o siete años después volví a verla en San Salvador, cuando yo iba a estudiar a la universidad. Iba con su madre y cargaba un bebé. No estoy seguro de que me haya visto. Sí estoy seguro de no haberla visto nunca más, y tampoco sé de ella.
   Ese turbulento y mágico 1990 dejó como campeones del mundo a los tanques alemanes, con un gol de penalti que el héroe argentino Sergio Javier Goycoechea no pudo taparle a Andreas Brehme, Salvatore “el Toto” Schillaci fue el máximo goleador del torneo y yo pasé con excelentes notas a noveno grado. El “ya vas a ver” de mamá no tuvo consecuencias.

domingo, 11 de enero de 2009

Garabato

Martín lo había sacado de quién sabe dónde cuando apenas era un cachorro de dos semanas. Nadie que no fuera él podría haberse sentido orgulloso de un ejemplar tan deplorablemente feo, aun cuando por naturaleza los cachorros de cualquier especie poseen un encanto que los hace tiernos y amables a los ojos humanos. Pero el caso es que si la naturaleza se había gastado una broma del peor gusto echando al mundo semejante esperpento, en este patio le esperaban algunos eventos –unos accidentales, otros deliberadamente malintencionados– que retorcerían aún más su ya grotesca “perronalidad”.
Con todo, a Martín y a sus hermanos menores no les alcanzaba el corazón más que para ver solo finezas en el perro. Y no es que no se dieran cuenta de las desproporcionadas dimensiones del hocico hormiguero, ni de que jamás pudo levantar la oreja derecha aun cuando se ponía en alerta, ni de la prominente frente que había separado sus ojos a tal distancia el uno del otro como enemigos insufribles que hacía tan imposible creer que pudieran ver en la misma dirección. Tampoco parecía importarles que se paseara airoso e ingrávido meneando un garrote de cola que más de alguna vez, fuera de control, lo hizo tropezar y dar de costalazos en los empedrados del barrio El Chile.
Amigable como el que más, agradecido, infinitamente leal, conforme y nunca mezquino con sus semejantes, gracioso, andariego y dueño de una autoestima y un estoicismo insuperables, iniciaba muy temprano su acostumbrado itinerario por sus dominios. Por la mañana, solo, mientras los amos estaban en la escuela –lugar al que nunca quiso acompañarlos–, y más tarde, con los chicos, en cuya sombra siempre se veía una extensión más alargada de lo habitual, iba y venía sin que se advirtiera en su semblante el más leve cansancio. Y siempre elegante –a su modo, uno muy particular–, entraba a las casas vecinas sin anunciarse y se instalaba algún tiempo con el único propósito de evitar las terribles horas de sol en la calle.
De tanto entrar y salir y doblar esquinas con el mismo ritmo y con la confianza que le ofrecía la tranquilidad del barrio, su cuerpo fue trazando una extraña curva al borde del costillar que aun andando en línea recta parecía estar a punto de desviarse en alguna esquina imaginaria en pleno centro de la calle o de penetrar como un espectro los anchos muros de adobe sobre cuyas tejas asomaban los árboles para espiarlo.
Algunas veces me hice a la idea de que Garabato era inmortal. O al menos la reencarnación de uno de esos ascetas hindúes que a fuerza de someterse a prolongadas experiencias de dolor encuentran como recompensa la purificación eterna. Pero era más bien un dandy, uno de esos dandies venidos a menos cuya decadencia ignoran solo ellos. Y como tal, empezó por querer hacer la siesta en la cama de Roberto, el padrastro de Martín, equivocación que le costó una furibunda patada que lo hizo volar por el patio y estrellar el hocico en el muro. Desde entonces el odio de Roberto no tuvo límites, pero también hay que decir que gracias a aquel golpe el hocico de Garabato adquirió una malicia extra. No redujo su tamaño, pero del trompazo jamás pudo mantener quieta la mandíbula, de manera que parecía estar siempre masticando. También, hoy que lo pienso, me parece que adquirió un aspecto interesante, un híbrido entre el desaliño romántico de Valle-Inclán y el tumbao de guapo de Pedro Navaja mascando chicle.
Desde entonces, entre accidentes y atentados, la vida de Garabato –una no tan auténtica vida de perro– estuvo llena de sobresaltos. Un primo de Martín que presumía de criador de perros de raza estaba guardando el celo de una bóxer para cruzarla con otro animal de su clase. Había recibido muchos pretendientes pero ninguno era lo bastante digno para su princesa, de manera que siguió esperando a que apareciera el príncipe azul de los perros, hasta que lo encontró. Pero unos días antes del enlace hubo derecho de pernada: el señor de sus feudos, el dandy esperpéntico encontró burlar la seguridad. Fue demasiado tarde cuando el dueño descubrió a los enamorados en pleno apareamiento, y meses después, para vergüenza del amo, nacieron unas criaturas paticortas y trompudas, que más que perros parecían lápices de carpintero con patas.
Tras la histórica –histérica– paliza de aquel día, uno de los más terribles pero sin duda el más feliz también, se sucedieron otros atropellos, literalmente hablando, a su “humanidad”: el carro del médico del pueblo, una motocicleta (entonces la peor parte la llevó el motociclista) y un camión militar cargado de soldados. Eran días de guerra.
Una noche le atacó no sé si el pánico de alguna pesadilla o el dolor de la mandíbula inquieta, o quién sabe cuántos demonios a la vez. El caso es que empezó a ladrar de un modo tan horrible que más parecía que gritaba el nombre de alguno de los soldados que por esos días habían llegado a apostarse en la trinchera de la bocacalle del barrio, y el pobre hombre, angustiado por la idea de que algún enemigo lo estaba desafiando, comenzó una balacera en dirección de donde venía la “voz”, pero con tan mala puntería y tan buena suerte para el perro, que no logró hacer blanco en el indiscreto animal.
Palos, disparos, patadas, desprecios, revolcones, solo faltaba la horca. Y la horca llegó. Una de esas mañanas en que la resaca era insufrible, la mala suerte quiso que el perro se atravesara en el camino de Roberto y el odio se encendió de pronto como avivado por el alcohol. Amenazante, dio la orden a sus hijos menores de llevarse al perro y colgarlo en cualquier árbol del monte. Medrosos, los niños no pudieron menos que cumplir, y a la media hora, una cuerda suspendía el largo cuerpo de Garabato, que dio algunas vueltas inútiles tratando de salvarse y al cabo prefirió entregarse a su destino. Los chicos desataron la cuerda, soltaron el nudo del pescuezo del animal y regresaron con los ojos llorosos a casa. Pero cuando saltaban un cerco de piedra que atravesaba el camino, Garabato dio una brinco y calló sobre sus cuatro patas al lado de ellos como diciendo no pasa nada, no llores por mí Argentina. Y muy a pesar de cuantos mal lo querían (que eran pocos, a decir verdad), sus días y su fama se fueron prolongando.
He oído que los perros huelen la muerte en el viento y que se entregan a ella sin previsiones ni resistencia. Hasta entonces parecía que la muerte, la encargada de llevarse a Garabato, había salido sin perfumes ni afeites. Una mañana en que salimos a recoger piedras para construir los cimientos de no sé qué casa en el camión de un profesor metido a comerciante y transportista –que por cierto descuidaba mucho la escuela por el negocio–, Garabato nos siguió y anduvo explorando montes y quebradas. Regresamos al pueblo con la primera carga de piedras y volvimos por otra carga que habíamos dejado amontonada a la orilla de la calle. Garabato también regresó con nosotros, siempre corriendo al ritmo que su geométrico cuerpo le permitía. Andaba un poco inquieto y ladraba con insistencia. Se alejó más y más de nosotros, aunque un poco más tranquilo. Cruzó una alambrada, volteó un momento y continuó. Lo llamamos para que nos siguiera de nuevo, pero no obedeció y tuvimos que subir al camión, pues al profe le pagaban más cuantas más camionadas de piedra llevara a la obra.
De vez en cuando mirábamos a lo lejos para saber si nos seguía como siempre, pero esta vez decidió quedarse. Y también decidió no volver jamás.


Ahora que lo recuerdo, como todos estos años en los que he contado a muchos esta historia, no dejo de pensar en que la de Garabato fue una vida intensa y tenaz, en que si bien no desconoció el odio también tuvo amor en abundancia; y alivió los días de muchas personas en un tiempo en que el temor, la zozobra y la muerte acampaban a su albedrío en cualquier patio. Y una cosa más: no entiendo cómo después de librarse tantas veces de la muerte, de tantas formas de muerte, acabamos renunciando a la idea de que un día cruzara alguna esquina y nos sorprendiera de nuevo escapando de la muerte. Tampoco supo nadie cómo murió, pero nos basta saber que vivió una de las vidas más singulares. Para mí fue muy importante, acaso más que para sus dueños, porque papá había decidido no tener perros –supongo que porque también le había dolido mucho la muerte de sus pastor alemán cuando era joven–, de manera que Garabato ha sido mi único perro aunque no fuera en estricto sentido “mi” perro.
Hace años que tenía ganas de escribir la historia de este personaje y algunos amigos me han pedido que la escriba. Así que acá está, si no bien escrita, al menos garabateada.

miércoles, 31 de diciembre de 2008

Setenta y dos veces Manuel

Setenta y dos veces Manuel

Mi padre –sí, tengo aún un padre una madre– está por cumplir 72 años, dentro de unas horas. Cobró su cuota de aire un 1 de enero de 1937 apenas disuelta la humareda de los fuegos artificiales con que se despiden los años. No sé si la abuela María, a quien no pude conocer pues tenía prisa y no esperó a ver a la mitad de sus nietos, había celebrado como es merecido. Todo apunta a que no, por culpa de su primogénito.

Papá es, entre otras cosas, agricultor, aserrador, carpintero, maestro de obra, artesano. Fabrica, cuando hay necesidad, atarrayas, cebaderas y otros objetos de hilo. Es único tejiendo sillas y camas con junco, experto en “ojo de perdiz”. Y si alguien quiere saber cuándo hizo erupción tal volcán, qué presidente derrocó a qué presidente (que no son pocos), en fin, alianzas, guerras, terremotos, caudillos, fechas, ríos, datos, vaya con papá, aficionadísimo a la historia nacional.

Como agricultor, ha cultivado casi de todo lo que permiten las tierras de Chalatenango: maíz, frijol, arroz, ajonjolí, cacahuate, jícamas, maicillo (sorgo), yuca comestible y yuca de almidón.

Por él me gusta ver “el Nixtamalero”, ese lucero que por los primeros días de enero parece, de tan cercano, que estuviera posado en alguna rama de conacaste como un gran nido de oro. Pero tampoco es un lucero cualquiera, es el planeta Venus, el segundo de nuestro Sistema Solar.

En los primeros días de enero, en los años ochenta, antes de las cinco de la mañana mis hermanos y yo acompañábamos a papá a la molienda, el lugar donde estaba aparejada la “fábrica” de almidón. Papá arrancaba el motor que con que hacía trabajar un molino, una tolva que trituraba las yucas hasta hacerlas una masa acuosa, que las “coladoras”, mujeres de la familia y otras contratadas para tales quehaceres, colaban en unas mantas cuadradas atadas por las esquinas a cuatro palos verticales hundidos en la tierra y dispuestas sobre una canoa (una especie de ataúd gigante). Para empezar el “cuelo”, las mujeres echaban abundante agua de un río que pasaba a unos metros y presionaban con fuerza la masa hasta que el agua de la canoa se iba volviendo amarillenta por efecto del almidón. Cuando las canoas tenían ya suficiente agua prescindían las coladoras del río y usaban la de la misma canoa para aprovechar el almidón. Esto terminaba a mediodía.

Una vez había acabado de moler la yuca, eso era a eso de las siete de la mañana, papá se iba al yucal, donde otros trabajadores hacían la labor de arrancar las plantas de yuca, separarlas las yucas de su tallo y preparar las cargas, que papá, con la ayuda de los “arrancadores”, ponía en dos redes o matatas. El resto, lo de llevar la carga a la molienda, le tocaba a un caballo o una yegua, según el recurso disponible (nada de discriminación de género). Esta era la yuca que las coladoras pelaban después de terminar sus cuelos para que estuviera lista el día siguiente.

El agua quedaba reposando por algunas horas en las canoas hasta que el sedimento de almidón tenía un espesor como el de un queso. Y parecía queso. Entonces inclinábamos las canoas para desaguarlas por un orificio en uno de sus extremos y arrancábamos con unas paletas de madera las marquetas de almidón, en pedazos grandes, que luego llevábamos envueltas en otras mantas a una “plancha” de cemento, una especie de cancha de básquetbol (sin tableros ni aros ni publicidad, claro está), donde esparcíamos, triturándolos con las manos, los pedazos el almidón húmedo para que se secara al sol. Con un rastrillo de madera, removíamos el almidón muchas veces para que el sol lo secara parejo, y cuando estaba seco, en gránulos diminutos como detergente en polvo, empezábamos a recogerlo y echarlo en sacos de manta para pesarlo en una romana, saber cuántos quintales había dado el día, y almacenarlo para esperar a tener lo suficiente y venderlo.

El almidón era en esos años bien cotizado, pero no toda la ganancia era para papá, pues casi siempre tenía un socio, el dueño de la tierra y de otros recursos. Pero también se dividían los gastos.

El cultivo de la yuca, desde que se siembran en pequeños trozos los tallos de la planta hasta que está en su punto (la yuca no debe dejarse que engrose demasiado ni muy poco: si muy poco, tiene poco almidón; si muy gruesa, también tiene poco porque acumula mucha agua), requiere de casi todo el año. De manera que casi no hay descanso entre el cultivo y la molienda.

A todo esto, ¿qué me tocaba hacer a mí? Pues de todo un poco: desde ayudarle a las coladoras a pelar la yuca hasta desaguar las canoas, arrancar las marquetas de almidón, cargarlo hasta la plancha, regarlo, cuidar que los perros no entraran a ensuciarlo, quitarle las hojitas que caían de los árboles cercanos, removerlo con el rastrillo, recogerlo y cargarlo adonde se pesaba. Con ayuda de mis hermanos, claro, porque aquello era lo que hoy se llama una empresa familiar, y nuestro pago era cuadernos, uniformes, zapatos, etcétera.

Era divertido también lo de la molienda y de ella recuerdo no pocas cosas agradables. Por ejemplo, las comidas en descampado, solo a la sombra de mango frondoso. Mamá preparaba frijoles molidos, huevos, plátanos fritos; compraba varias libras de queso seco (de uno que se espolvorea suavecito y huele a viejo), hacía unas torres de tortillas y preparaba un café delicioso de maíz con canela y pimienta gorda. También tomábamos de un café que vendían en cualquier tienda y era delicioso, el café Clarinero. (Nunca he vuelto a tomar Clarinero, creo que ya ni existe, pero en una tienda cercana a la casa donde hoy vivo hay un viejo “afiche” metálico de Clarinero y siempre me atrae preguntar por el dichoso café aunque sea por broma. Mi hijo hasta ya silba conmigo el canto del pájaro que acompañaba el anuncio radial del café.) También le poníamos a la comida un chile sabroso: El Negrito. De verdad un buen sazón.

Otro divertimento era hacer los cuchillos de palo para pelar la yuca. La yuca tiene dos cortezas, dos cáscaras. La primera es fácil de arrancar, pues es como un hollejo, y la segunda, cubierta por este hollejo, es más dura y está más pegada a la propia yuca. Para la molienda basta con quitarle el hollejo, por eso casi cualquier cosa es útil para pelarla: una cuchara, una lata, un pedazo plástico duro, en fin. Pero nosotros preferíamos fabricar nuestros cuchillos de cualquier pedazo de palo. A ver a quién le salía mejor.

Por todo esto y por mucho más, celebro que mi padre me haya dado una infancia maravillosa, llena de aventuras y enseñanzas. Celebro su arribo a estos 72 años. Celebro que la pobreza nos haya enriquecido tanto.

Y más que celebrar la venida del año nuevo, para mí lo más importante es recordar al filo de la medianoche, con reventazón de cohetes y todo, el cumpleaños de Manuel Hernández Borja. El campesino, el agricultor, el artesano, el maestro de obra, el carpintero, el historiador. Por eso a mí se me figura que cada 31 de diciembre, cuando en el mundo alguien hace un brindis, lo hace a la salud de papá; cuando alguien festeja, festeja por papá; cuando alguien ríe, ríe por papá; cuando alguien llora, llora; llora por papá.

Gracias, papá. Que cumplas los que se te antoje, los que a Dios se le antoje darte.
¡Salud!


A mi padre, por su 72 cumpleaños

Otras aguas vendrán a buscar nuestro rostro,
claras aguas de enero en su cauce de piedras,
en su fresco sombrero de almendros y valles,
otras aguas sedientas de tu agua festiva.

Porque enero es el mes en que todo revive,
porque enero desciende de un sol que es distinto,
que es promesa y dictamen de un nuevo armisticio
entre el hombre y su raudo caer al vacío.

Cuando todo es silencio aparece tu risa
y los rostros de todos sonríen de pronto.
Cuando todo es tristeza se encienden tus ojos
y celebran las hojas, el viento y el río.

Esa extraña manera que tienes de hablarme,
de entregarme en secreto tus pactos antiguos,
de decir sin decir lo que dices cantando,
de cantar cuando es otro el afán de los días,
tiene el fresco sabor de unos labios en vuelo
sobre el dulce rumor de los montes de enero.

Porque enero es el mes en que todo comienza,
porque todo comienza en tu enero de niño.

lunes, 7 de abril de 2008

Nada interesante aún (si es que algún día tenga algo interesante)

Estoy de regreso después de un par de meses de solo inaugurar este cuaderno. Han pasado muchas cosas: renuncié a mi tabajo en Concultura (recuerden que yo era corrector de estilo en la Dirección de Publicaciones e Impresos), y quince días más tarde me llamaron de un periódico, en el que trabajo desde hace un mes y un par de días. Pero eso no es todo: se acabó la vida de vagabundo nocturno, porque, aunque no he sido tan asiduo a los bares y "cafés culturales" (al menos ya hace buen rato comprendí que no saco nada de andar componiendo el mundo en esas "tertulias" –qué fea palabra–), he andado más de alguna vez tapando goteras en recitales y lecturas y festivales y encuentros centroamericanos y permanentes. Bueno, quiero decir que como mi trabajo en el periódico, que ya les diré cuál es para que cambien la cara, no me deja tiempo para andar en miércoles de poesía, jueves también, viernes de rayuela, ni nada que sea entre las 4 de la tarde y las tantas (hasta a ver a Dios, eso es como a las 11 de la noche), pues me pierdo casi todo lo que pasa ( que es casi como nada, digo, estando nuestro estado "cultural" como está. La reiteración del verbo y su respectivo sustantivo es intencional, para que no digan, "vaya, qué corrector de estilo").
Lo otro que me ha pasado es que dos días después de empezar a trabajar en El Gráfico (lo hacemos por deporte, y también por unos dólares más) tomé posesión en mi nuevo cargo como técnico en la Unidad Académica del Ministerio de Educación, específicamente con el programa Comprendo, en el área de Lenguaje (—¿Es que usted es también profesor? —, y de los buenos.
A ver quién se acuerda de quién es esta frase en cursivas). Ahora estoy viendo los nuevos programas de estudio, los libros de texto, las guías didácticas, entre otros documentos. ¿Que qué hago con ellos?, pues también eso, corrección de estilo, qué otra cosa sé hacer.
Y por supuesto, sigo escribiendo. Estoy tratando de terminar un nuevo libro de poemas. No voy a decirles cómo se llama. No, no se llama como ustedes sabían, porque le cambié el título y algunas cosas más.
Pero les voy a dejar acá uno de los poemas de ese libro, para que vean que también me pongo serio a veces con lo que tiene que ser formal.

Abur.


V

Vinieron los muertos.
Y mi padre dijo: —Vinieron los muertos.
Había un aire podrido tras la puerta,
un aire parecido al aire de los muertos.

Había también una puerta reclinada en su marco
del modo en que lo hacen los padres cuando esperan
a alguien que ya ha tardado tanto
y es de noche, oscuro, tan de noche,
que el aire es, de tan frío, una advertencia.
Pero no era un padre,
era solo una puerta que de vieja
parecía una cortina que cree ser puerta
y que mece y golpea el viento de los muertos
a su albedrío.

Y vi también unas palomas
en la última línea de la cerca. Y había viento.
Yo querría deciros cuán bellas eran aun a pesar del viento,
o quizás a costa del viento. Y os digo que eran bellas.
Mas no en manera tal que uno diga: “Ved, qué bellas”,
sino del modo en que basta oírlas
para beber de ellas tantísima hermosura.

miércoles, 23 de enero de 2008

2008 con blog (después de pensarlo bastante en serio)

Vaya. Me pasó igual con lo de abrir una cuenta de correo, allá (como si se tratara de décadas) por el año 2002. Estaba muy reacio a hacerlo, pero pude y lo hice. Y me sentí bien. Igual me pasó con el celular, hasta que me vi obligado a comprarme uno, que, aunque viejito, aún funciona bien.
De manera que, ya ciudadano de blog, a ver qué se me ocurre dejarles acá. Y como este es un texto introductorio (muy, muy introductorio), lo termino pronto. Luego, naturalmente, escribiré otras cosas sobre otras cosas, que para eso sirve este cuaderno, donde también ustedes pueden escribir o dejar algo, siempre que no sea alguna ofensa. En fin, es tu boca, y a vos es al que le van a echar jabón, me decía mi abuelita (una abuelita que me acabo de inventar porque las de a de veras, de las que solo conocí a una, nunca me dijeron eso.

Vaya, pues.