miércoles, 31 de diciembre de 2008

Setenta y dos veces Manuel

Setenta y dos veces Manuel

Mi padre –sí, tengo aún un padre una madre– está por cumplir 72 años, dentro de unas horas. Cobró su cuota de aire un 1 de enero de 1937 apenas disuelta la humareda de los fuegos artificiales con que se despiden los años. No sé si la abuela María, a quien no pude conocer pues tenía prisa y no esperó a ver a la mitad de sus nietos, había celebrado como es merecido. Todo apunta a que no, por culpa de su primogénito.

Papá es, entre otras cosas, agricultor, aserrador, carpintero, maestro de obra, artesano. Fabrica, cuando hay necesidad, atarrayas, cebaderas y otros objetos de hilo. Es único tejiendo sillas y camas con junco, experto en “ojo de perdiz”. Y si alguien quiere saber cuándo hizo erupción tal volcán, qué presidente derrocó a qué presidente (que no son pocos), en fin, alianzas, guerras, terremotos, caudillos, fechas, ríos, datos, vaya con papá, aficionadísimo a la historia nacional.

Como agricultor, ha cultivado casi de todo lo que permiten las tierras de Chalatenango: maíz, frijol, arroz, ajonjolí, cacahuate, jícamas, maicillo (sorgo), yuca comestible y yuca de almidón.

Por él me gusta ver “el Nixtamalero”, ese lucero que por los primeros días de enero parece, de tan cercano, que estuviera posado en alguna rama de conacaste como un gran nido de oro. Pero tampoco es un lucero cualquiera, es el planeta Venus, el segundo de nuestro Sistema Solar.

En los primeros días de enero, en los años ochenta, antes de las cinco de la mañana mis hermanos y yo acompañábamos a papá a la molienda, el lugar donde estaba aparejada la “fábrica” de almidón. Papá arrancaba el motor que con que hacía trabajar un molino, una tolva que trituraba las yucas hasta hacerlas una masa acuosa, que las “coladoras”, mujeres de la familia y otras contratadas para tales quehaceres, colaban en unas mantas cuadradas atadas por las esquinas a cuatro palos verticales hundidos en la tierra y dispuestas sobre una canoa (una especie de ataúd gigante). Para empezar el “cuelo”, las mujeres echaban abundante agua de un río que pasaba a unos metros y presionaban con fuerza la masa hasta que el agua de la canoa se iba volviendo amarillenta por efecto del almidón. Cuando las canoas tenían ya suficiente agua prescindían las coladoras del río y usaban la de la misma canoa para aprovechar el almidón. Esto terminaba a mediodía.

Una vez había acabado de moler la yuca, eso era a eso de las siete de la mañana, papá se iba al yucal, donde otros trabajadores hacían la labor de arrancar las plantas de yuca, separarlas las yucas de su tallo y preparar las cargas, que papá, con la ayuda de los “arrancadores”, ponía en dos redes o matatas. El resto, lo de llevar la carga a la molienda, le tocaba a un caballo o una yegua, según el recurso disponible (nada de discriminación de género). Esta era la yuca que las coladoras pelaban después de terminar sus cuelos para que estuviera lista el día siguiente.

El agua quedaba reposando por algunas horas en las canoas hasta que el sedimento de almidón tenía un espesor como el de un queso. Y parecía queso. Entonces inclinábamos las canoas para desaguarlas por un orificio en uno de sus extremos y arrancábamos con unas paletas de madera las marquetas de almidón, en pedazos grandes, que luego llevábamos envueltas en otras mantas a una “plancha” de cemento, una especie de cancha de básquetbol (sin tableros ni aros ni publicidad, claro está), donde esparcíamos, triturándolos con las manos, los pedazos el almidón húmedo para que se secara al sol. Con un rastrillo de madera, removíamos el almidón muchas veces para que el sol lo secara parejo, y cuando estaba seco, en gránulos diminutos como detergente en polvo, empezábamos a recogerlo y echarlo en sacos de manta para pesarlo en una romana, saber cuántos quintales había dado el día, y almacenarlo para esperar a tener lo suficiente y venderlo.

El almidón era en esos años bien cotizado, pero no toda la ganancia era para papá, pues casi siempre tenía un socio, el dueño de la tierra y de otros recursos. Pero también se dividían los gastos.

El cultivo de la yuca, desde que se siembran en pequeños trozos los tallos de la planta hasta que está en su punto (la yuca no debe dejarse que engrose demasiado ni muy poco: si muy poco, tiene poco almidón; si muy gruesa, también tiene poco porque acumula mucha agua), requiere de casi todo el año. De manera que casi no hay descanso entre el cultivo y la molienda.

A todo esto, ¿qué me tocaba hacer a mí? Pues de todo un poco: desde ayudarle a las coladoras a pelar la yuca hasta desaguar las canoas, arrancar las marquetas de almidón, cargarlo hasta la plancha, regarlo, cuidar que los perros no entraran a ensuciarlo, quitarle las hojitas que caían de los árboles cercanos, removerlo con el rastrillo, recogerlo y cargarlo adonde se pesaba. Con ayuda de mis hermanos, claro, porque aquello era lo que hoy se llama una empresa familiar, y nuestro pago era cuadernos, uniformes, zapatos, etcétera.

Era divertido también lo de la molienda y de ella recuerdo no pocas cosas agradables. Por ejemplo, las comidas en descampado, solo a la sombra de mango frondoso. Mamá preparaba frijoles molidos, huevos, plátanos fritos; compraba varias libras de queso seco (de uno que se espolvorea suavecito y huele a viejo), hacía unas torres de tortillas y preparaba un café delicioso de maíz con canela y pimienta gorda. También tomábamos de un café que vendían en cualquier tienda y era delicioso, el café Clarinero. (Nunca he vuelto a tomar Clarinero, creo que ya ni existe, pero en una tienda cercana a la casa donde hoy vivo hay un viejo “afiche” metálico de Clarinero y siempre me atrae preguntar por el dichoso café aunque sea por broma. Mi hijo hasta ya silba conmigo el canto del pájaro que acompañaba el anuncio radial del café.) También le poníamos a la comida un chile sabroso: El Negrito. De verdad un buen sazón.

Otro divertimento era hacer los cuchillos de palo para pelar la yuca. La yuca tiene dos cortezas, dos cáscaras. La primera es fácil de arrancar, pues es como un hollejo, y la segunda, cubierta por este hollejo, es más dura y está más pegada a la propia yuca. Para la molienda basta con quitarle el hollejo, por eso casi cualquier cosa es útil para pelarla: una cuchara, una lata, un pedazo plástico duro, en fin. Pero nosotros preferíamos fabricar nuestros cuchillos de cualquier pedazo de palo. A ver a quién le salía mejor.

Por todo esto y por mucho más, celebro que mi padre me haya dado una infancia maravillosa, llena de aventuras y enseñanzas. Celebro su arribo a estos 72 años. Celebro que la pobreza nos haya enriquecido tanto.

Y más que celebrar la venida del año nuevo, para mí lo más importante es recordar al filo de la medianoche, con reventazón de cohetes y todo, el cumpleaños de Manuel Hernández Borja. El campesino, el agricultor, el artesano, el maestro de obra, el carpintero, el historiador. Por eso a mí se me figura que cada 31 de diciembre, cuando en el mundo alguien hace un brindis, lo hace a la salud de papá; cuando alguien festeja, festeja por papá; cuando alguien ríe, ríe por papá; cuando alguien llora, llora; llora por papá.

Gracias, papá. Que cumplas los que se te antoje, los que a Dios se le antoje darte.
¡Salud!


A mi padre, por su 72 cumpleaños

Otras aguas vendrán a buscar nuestro rostro,
claras aguas de enero en su cauce de piedras,
en su fresco sombrero de almendros y valles,
otras aguas sedientas de tu agua festiva.

Porque enero es el mes en que todo revive,
porque enero desciende de un sol que es distinto,
que es promesa y dictamen de un nuevo armisticio
entre el hombre y su raudo caer al vacío.

Cuando todo es silencio aparece tu risa
y los rostros de todos sonríen de pronto.
Cuando todo es tristeza se encienden tus ojos
y celebran las hojas, el viento y el río.

Esa extraña manera que tienes de hablarme,
de entregarme en secreto tus pactos antiguos,
de decir sin decir lo que dices cantando,
de cantar cuando es otro el afán de los días,
tiene el fresco sabor de unos labios en vuelo
sobre el dulce rumor de los montes de enero.

Porque enero es el mes en que todo comienza,
porque todo comienza en tu enero de niño.

lunes, 7 de abril de 2008

Nada interesante aún (si es que algún día tenga algo interesante)

Estoy de regreso después de un par de meses de solo inaugurar este cuaderno. Han pasado muchas cosas: renuncié a mi tabajo en Concultura (recuerden que yo era corrector de estilo en la Dirección de Publicaciones e Impresos), y quince días más tarde me llamaron de un periódico, en el que trabajo desde hace un mes y un par de días. Pero eso no es todo: se acabó la vida de vagabundo nocturno, porque, aunque no he sido tan asiduo a los bares y "cafés culturales" (al menos ya hace buen rato comprendí que no saco nada de andar componiendo el mundo en esas "tertulias" –qué fea palabra–), he andado más de alguna vez tapando goteras en recitales y lecturas y festivales y encuentros centroamericanos y permanentes. Bueno, quiero decir que como mi trabajo en el periódico, que ya les diré cuál es para que cambien la cara, no me deja tiempo para andar en miércoles de poesía, jueves también, viernes de rayuela, ni nada que sea entre las 4 de la tarde y las tantas (hasta a ver a Dios, eso es como a las 11 de la noche), pues me pierdo casi todo lo que pasa ( que es casi como nada, digo, estando nuestro estado "cultural" como está. La reiteración del verbo y su respectivo sustantivo es intencional, para que no digan, "vaya, qué corrector de estilo").
Lo otro que me ha pasado es que dos días después de empezar a trabajar en El Gráfico (lo hacemos por deporte, y también por unos dólares más) tomé posesión en mi nuevo cargo como técnico en la Unidad Académica del Ministerio de Educación, específicamente con el programa Comprendo, en el área de Lenguaje (—¿Es que usted es también profesor? —, y de los buenos.
A ver quién se acuerda de quién es esta frase en cursivas). Ahora estoy viendo los nuevos programas de estudio, los libros de texto, las guías didácticas, entre otros documentos. ¿Que qué hago con ellos?, pues también eso, corrección de estilo, qué otra cosa sé hacer.
Y por supuesto, sigo escribiendo. Estoy tratando de terminar un nuevo libro de poemas. No voy a decirles cómo se llama. No, no se llama como ustedes sabían, porque le cambié el título y algunas cosas más.
Pero les voy a dejar acá uno de los poemas de ese libro, para que vean que también me pongo serio a veces con lo que tiene que ser formal.

Abur.


V

Vinieron los muertos.
Y mi padre dijo: —Vinieron los muertos.
Había un aire podrido tras la puerta,
un aire parecido al aire de los muertos.

Había también una puerta reclinada en su marco
del modo en que lo hacen los padres cuando esperan
a alguien que ya ha tardado tanto
y es de noche, oscuro, tan de noche,
que el aire es, de tan frío, una advertencia.
Pero no era un padre,
era solo una puerta que de vieja
parecía una cortina que cree ser puerta
y que mece y golpea el viento de los muertos
a su albedrío.

Y vi también unas palomas
en la última línea de la cerca. Y había viento.
Yo querría deciros cuán bellas eran aun a pesar del viento,
o quizás a costa del viento. Y os digo que eran bellas.
Mas no en manera tal que uno diga: “Ved, qué bellas”,
sino del modo en que basta oírlas
para beber de ellas tantísima hermosura.

miércoles, 23 de enero de 2008

2008 con blog (después de pensarlo bastante en serio)

Vaya. Me pasó igual con lo de abrir una cuenta de correo, allá (como si se tratara de décadas) por el año 2002. Estaba muy reacio a hacerlo, pero pude y lo hice. Y me sentí bien. Igual me pasó con el celular, hasta que me vi obligado a comprarme uno, que, aunque viejito, aún funciona bien.
De manera que, ya ciudadano de blog, a ver qué se me ocurre dejarles acá. Y como este es un texto introductorio (muy, muy introductorio), lo termino pronto. Luego, naturalmente, escribiré otras cosas sobre otras cosas, que para eso sirve este cuaderno, donde también ustedes pueden escribir o dejar algo, siempre que no sea alguna ofensa. En fin, es tu boca, y a vos es al que le van a echar jabón, me decía mi abuelita (una abuelita que me acabo de inventar porque las de a de veras, de las que solo conocí a una, nunca me dijeron eso.

Vaya, pues.