jueves, 22 de enero de 2009

1990


Tuvo mucho de mágico aquel año, hasta en la zozobra de los apocalípticos que auguraban que a la humanidad le quedaba exactamente una década de vida. Y dado que 19 años después estoy escribiendo desde acá y no desde las flamígeras estancias del Seol, no me cabe la menor duda de que tales predicciones no eran más que partos helados de mentes imbéciles. Incluso en 1990 la magia se dio gusto recorriendo cada rincón del planeta en aquella hermosa canción, para mi gusto el mejor himno de un Mundial de fútbol, “Un’estate italiana” (Un verano italiano), interpretada por Gianna Nannini y Edoardo Bennato: notti magiche/ inseguendo un goal/ sotto il cielo/di un’estate italiana//e negli occhi tuoi/ voglia di vincere/un’estate/un’avventura in più (noches mágicas/persiguiendo un gol/bajo el cielo/de un verano italiano//y en tus ojos hay/ganas de triunfar/un verano/una aventura más.). Por cierto, en el mp3 de mi hijo Diego (uno que le regaló su abuela materna en una Navidad), he metido esa canción, y a él le encanta al punto de conocer buena parte de la letra en italiano.
   Yo tenía trece años, cursaba el octavo grado en la escuela “Abel de Jesús Alas”, de San Francisco Lempa, y me esforzaba por memorizar los nombres de los jugadores de los equipos más grandes de ese torneo. En la selección anfitriona, por ejemplo, brillaban Costacurta, Albertini, Baressi, Maldini (¡aún activo en el fútbol!), Donadonni, Zenga, Pagliuca, Benarrivo, Aldo Serena (terrible cabeceador), “el Divino” Baggio, Bergomi, Berti, Massaro… Pero ahora no viene al caso esforzarme por recordar tantos nombres, y además mi memoria ya no responde igual.
Por aquel año también sonaba “Blame it on the Rain”, (Milli Vanilli, los de la farsa), “Cara de niño” (Jerry Rivera), “Eternal Flame” (The Bangles), “El baile del sapito” (Sa-sa-sapo, de Bongo). “Eternal Flame” fue mi tema de amor.
   Bessy era delgada, blanca, pelo castaño, ojos miel y usaba lentes de carey. Le gustaban los sombreros a lo Debbie Gibson y las faldas amplias. Tenía once años cuando llegó a vivir con su tía. Muchos de mi camada se ilusionaron con hacerla su novia, tal vez la primera, incluido Carlos, el mejor amigo de mi infancia, de quien ya he hablado en el poema “Me cayó mal el Mazinger-Z II”. Estaba a punto de alcanzarla cuando yo lo rebasé. Nunca imaginé cuántos dolores me causaría semejante deslealtad con mi amigo. Pero yo estaba de lo más feliz y arrogante: era una niña sencilla, muy tierna e inocente, y yo era también una inocentada de cabello indefinido y clavículas prominentes. Nos sentábamos por la noche en un banco de madera en el corredor de su casa, le ayudaba con sus tareas y nos besábamos como podíamos besar entonces, siempre avispados y pendientes de que su tía no estuviera espiando.
   Un día en que la selección de fútbol de la escuela jugaba un partido con la del pueblo vecino la encontré (no precisamente por casualidad) meciéndose bajo la sombra de un frondoso chupamiel en flor, y sus amigas se fueron despidiendo una a una como si hubieran ensayado en caso de que llegara el momento de dejarnos solos. Ya entendían eso de “no hacer clavo”.
   Entre juegos y miradas, se fue pasando el tiempo. El árbitro pitó el final del partido y de pronto nos vimos completamente solos en el campo. Ya dije que también yo era inocente (lo soy de nacimiento, como consta en mi documento de identidad) y buena persona (eso no lo dije pero lo agrego para mi descargo). No hicimos más que hablar y besarnos, besarnos y hablar, besarnos y ensayar; pero en el pueblo se corrió la bola de que yo le había dado “de probar” (en palabras de la propia tía, a quien no le hacía mucha gracia). No sé cómo nos dimos cuenta de que ya era tiempo de volver al pueblo (el campo de fútbol quedaba a la salida y a las márgenes del Suchitlán) y decidimos que aquello era suficiente por ese día. Ella regresó por la calle y yo me fui río arriba para evitar que nos vieran juntos, sin sospechar que en el pueblo nos esperaba un escándalo con todas sus mayúsculas. “La regaste”, fue lo primero que me dijo su prima cuando me la encontré más tarde. “Se la van a llevar de regreso a San Salvador”. Eso fue una cuchillada profunda.
   Mamá me sirvió el almuerzo (unos frijoles con pescado) y me preguntó dónde había estado. “Donde Rafael, viendo el partido”, le dije. Y no se habló más del asunto durante el resto de la tarde. Mamá ya sabía todo, con puntos, comas, apéndices y anexos inventados por la “consternada” tiíta. Me fui a la biblioteca de la Casa de la Cultura a hacer una tarea, aunque más bien mi deseo era ver a Bessy y saber cómo estaba y si era cierto lo de la amenaza del “exilio” a San Salvador. Pero no pude verla y regresé casi de noche y muy abatido a casa, sobre todo después de advertir con qué ojos burlones miraban las viejas chismorreicas al hijo de la niña Adriana, el inteligente, el aplicado, el célebre ganador de los concursos de ortografía, el eterno primer lugar de su grado, ex aspirante a testigo de Jehová, el que cantaba en todos los actos de la escuela desde que era un párvulo, el menor de los ocho hijos de don Manuel.
   Mamá me sirvió la cena (pescado con frijoles, noten cómo no era lo mismo del almuerzo) y se sentó a la mesa conmigo frente al canasto de las tortillas y el candil. “¡Ve qué bonito lo que andás haciendo vos! ¿Vos creés que no me da vergüenza que la gente me ande preguntando babosadas en la calle? Yo creía que eras el más inteligente de la familia.” Yo seguía comiendo más por tener la boca llena de bocados y no de palabras, porque mamá nunca me había hablado así y yo no era capaz de refutarle nada en esas condiciones. “Solo una cosa te voy a decir” (eso dicen las mamás cuando ya han regañado mucho y uno no sabe qué responder): quiero ver que bajés en la escuela, y no se diga que aplacés el grado. Ya vas a ver”.
   Al día siguiente, un sábado amargo, iba a la biblioteca a terminar mis deberes cuando vi que acomodaban maletas en un pick up: era Bessy. Llevaba el sombrerito negro y le caían en la espalda dos trenzas castañas recién hechas. No tuve el valor de acercarme y solo le dije adiós con los ojos hinchados y con una mano demasiado débil para sostener una carta que le había escrito, que devolví a mi bolsillo.
   Regresó para las fiestas patronales, en octubre. Los Faraones de Cecilia Regalado tocaban “Que nadie sepa mi sufrir” versión cumbia. Yo aún no entraba a los bailes, para eso no alcanzaba la plata, pero me quedaba prendido de la malla ciclón. Ella entró y me pareció verla más grande y más mujer, de la mano de un primo mucho mayor que ella. Y allí me dolió todo. Después de esa noche, durante los tres o cuatro días más que estuvo por el pueblo traté de evitar encontrarme con ella. Unas horas antes de que volviera a San Salvador, recibí una carta en la que me decía que aún me amaba pero que mi actitud esquiva y mi silencio le decían que lo mejor era olvidarse de mí. También me devolvió la foto que le había dado, pues sabía que yo me había deshecho de la suya. El marido de su tía se la había devuelto diciéndole que la había encontrado tirada cerca de la casa y que me había visto cuando me alejé furtivamente. Lo cierto es que fue él mismo quien me la pidió advirtiéndome que si no se la daba la mamá de ella había amenazado con ir a la casa a quitármela con trifulca incluida.
   Seis o siete años después volví a verla en San Salvador, cuando yo iba a estudiar a la universidad. Iba con su madre y cargaba un bebé. No estoy seguro de que me haya visto. Sí estoy seguro de no haberla visto nunca más, y tampoco sé de ella.
   Ese turbulento y mágico 1990 dejó como campeones del mundo a los tanques alemanes, con un gol de penalti que el héroe argentino Sergio Javier Goycoechea no pudo taparle a Andreas Brehme, Salvatore “el Toto” Schillaci fue el máximo goleador del torneo y yo pasé con excelentes notas a noveno grado. El “ya vas a ver” de mamá no tuvo consecuencias.

10 comentarios:

Unknown dijo...

Pero la humanidad si tiene un limite: el dia que el sol se hinche y explote. Segun lei, le quedan como 5 billones de anios, asi que tengo tiempo para despedirme.

Recomenzar dijo...

Muy buen texto complejo pero fácil de leer te prometo vuelvo

Carlos Abrego dijo...

Bessi y sus trenzas. Bessi y su sombrero, Bessi con un bebé en su brazos. Pero si todo eso fue el fin del mundo antes del milenio... Era eso, no te diste cuenta.

Osvaldo dijo...

Cuánta razón tenés, estimado Carlos. Como siempre, ves más allá de lo que yo puedo contar de mí mismo.
Un abrazo, hermano.

Anónimo dijo...

es un buen texto profesor,
solo le pido qu e no deje de escribir

Anónimo dijo...

me ha gustado mucho este texto, muy diferente a parqueo para sombrillas, sin embargo, muy interesante. me ha traido recuerdos de esa época, es el primer mundial que recuerdo haber visto, como no olvidar a tony saca narrando algunos partidos jajaja. y que decir del árbitro mexicano en la final...
saludos amigo Osvaldo.
mi blog: www.requiemintangible.blogspot.com

Juan Carlos Mejía dijo...

ufff... en verdad profe, en verdad que me llevo a los 90´s a conocer a Bessy a revivir recuerdos del mundial...a revivir recuerdos de los 90´s, recuerdos que no existen... bien hecho profe!

Ramón Mejía dijo...

Fabuloso texto!!!
Sin duda Bessi es la
muestra de que las
recompensas existen...
aunque sean momentáneas...

Grandioso texto!!!!
Mi blog:
http://lucidaspesadillas.blogspot.com/

Celia dijo...

Oswaldo. Está chivo tu blog... me gusta mucho. Saludos

Unknown dijo...

cuando menos lo esperamos, suceden cosas bellisimas como este 1990, una historia en la historia. gracias prof . parece una puntada de los a-os maravillosos, muy lindo